
La humanidad y su modelo de consumo ha dejado el planeta hecho un asco, llevándola a tomar la decisión de embarcarse en un crucero espacial y abandonar el planeta, mientras que un ejército de robots programados para limpiar dejan la Tierra como los chorros del oro y poder volver así a un planeta habitable. Este es el punto de partida de la película.
Wall-e es uno de esos robots, que al inicio de la película lleva cientos de años limpiando sin parar montañas de basura, en una ciudad desolada. No hay diálogos, no hay ruido, reina un silencio aplastante, interrumpido solamente por el sonido de las ruedas de Wall-e y por las repentinas y enormes tormentas de arena que arrasan la ciudad de vez en cuando. No voy a contar más, por si alguien aún no la ha visto (¡ve a verla ya!), sólo puedo decir que la maestría con la que se maneja esa situación y la capacidad de transmitir un ambiente desolador y apocalíptico es tan brutal, que emociona desde el primer momento. Y eso es sólo el principio.
Wall-e es una obra maestra por lo entrañable de sus personajes, la perfección de su animación, la cantidad de homenajes que contiene, desde 2001 de Kubrick hasta el sonido de arranque de los ordenadores Apple, pasando por decenas de elementos iconos del imaginario colectivo de nuestra sociedad. Por su mensaje ecologista y anticonsumista, que ha hecho que en estados unidos algunos políticos conservadores la tachen de izquierdista (me encanta la facilidad con la que les pican a algunos políticos estas cosas y lo rápido que se dejan en evidencia ellos solitos). Y por supuesto, porque es absolutamente romántica y tiene el punto justo de empalague. En definitiva, una cantidad inmensa de buenos ingredientes, bien mezclados, que dan como resultado que salgas de la sala con una sonrisa en la cara.
Será la magia de Disney Pixar.
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