
Difícil tarea la de diseccionar Amelie, por la cantidad de implicaciones personales que tengo con la película, por la cantidad de detalles que aparecen en cada escena y porque después de diez visionados (incluido el que acabo de hacer antes de enfrentarme a esta entrada) es complicado ser objetivo ante la que considero mi película favorita de todos los tiempos.
Ya desde la primera escena, la película hace gala del humor sarcástico de Jean-Pierre Jeunet o del humor francés en general: un moscardón revolotea, se posa en la calzada, y un coche pasa y lo aplasta. Si a esto le sigue la sutil y desapercibida belleza de dos copas moviéndose sobre un mantel descolocado por el viento, y la escena con el Sacré Coeur de fondo en la que un anciano borra en su agenda a un amigo que acaba de morir... en menos de un minuto consigue que empatices con una historia que ni siquiera te han empezado a contar.
Una historia que por si sola ya cautivaría al cualquier romántico. La historia de dos peculiares personajes, Amelie Poulain y Nino Quincampoix, tímidos y solitarios, que por casualidades del destino se conocen y terminan uniéndose después de una intrincada serie de estratagemas y casualidades. La historia de un conjunto de personajes a los que les cambia la vida gracias a los astutos y ocultos tejemanejes de Amelie. La historia de un mundo real, lleno de muertes, accidentes, suicidios, catástrofes, vecinos gruñones, ex-amantes maníacos, amores rotos,... en la que el poder de los pequeños detalles, de un pequeño gesto, de una casualidad, puede cambiarlo todo en nuestro micromundo particular.
Pero además de la historia en sí, una almagama de ternura, humor negro, ironía, que lo mismo te hace sonreir, que te desborda por completo,... además de eso, la película hace gala de una factura impecable, un trabajo de guión perfecto y un nivel de detalle y perfeccionismo llevado al extremo, que hace que cada escena, cada secuencia, sea una experiencia nueva con algo que aportar. Nada sobra, nada falta, cada plano, cada decorado, cada movimiento de cámara parece perfectamente medido y planeado para colaborar al conjunto.
Desde los créditos entrantes, la presentación de los personajes con los ya míticos "le gusta... no le gusta..."; la voz en off, Montmartre y la banda sonora de Yann Tiersen como tres personajes más; el ácido humor en torno a la muerte de Lady Di y Santa Teresa de Calcuta, y la importancia de una cajita oxidada frente a la muerte de la ex-princesa; que de repente Amelie mire (nos mire) directamente a la cámara; el paralelismo entre Amelie y la chica del vaso de agua del cuadro de Renoir; el gnomo viajero; la subida de Nino por las rampas del Sacré Coeur; la magia de los juegos de llamadas, notitas, mensajes en fotos rotas... y todos y cada uno de los momentos que me dejo.
Y la forma que tiene al final de desbordar al espectador en una sucesión de escenas sin tregua, en la que Hipólito ve una de sus frases pintada en una pared, Dominique Bretodeau descuartiza un pollo asado y le da a su nieto la mejor parte, el señor Poulain coge las maletas y se mete en un taxi al aeropuerto, la máquina de amasar melcocha amasa melcocha, un hombre se entera de un interesante descubrimiento leyendo una revista científica, unas monjas juegan al badminton en un día con una temperatura ideal,... y Amelie y Nino pasean en motocicleta por Montmartre.
Amelie, sans toi, les émotions d’aujourd’hui ne seraient que la peau morte des emotions d’autrefois.
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