
Basada en el cuento homónimo de Maurice Sendak, el planteamiento de la historia es bastante simple: un niño que, tras una rabieta descomunal con su madre, huye de casa, encuentra una balsa y se va navegando hasta una isla en la que se encuentra con una peculiar familia de monstruos con los que aprende unas cuantas lecciones sobre la vida. Quizás iba buscando algo simple y eficaz, una de esas historias que tras una sencillez aparente, esconde una trascendentalidad abrumadora, pero por desgracia, se queda sólo en algo simple y la eficacia la tiene a medio gas.
Tampoco se puede negar lo obvio. Por un lado, hay que reconocerle a Max Records el mérito que tiene como actor, por resultar tan creíble y llevar todo el peso de la película a sus espaldas. Y por otro, la película es un alarde de preciosismo estético, las localizaciones son impresionantes, los monstruos son una delicia de la técnica, al más puro estilo de superproducciones de fantasía como Dentro del laberinto, que a muchos nos cautivaron de pequeños. La fotografía, con una cuidada iluminación, llena de atardeceres, amaneceres, contraluces, planos generales de paisajes impresionantes y primeros planos emocionantes. Y la música de Karen O, que no hace sino ensalzar aún más esa atmósfera onírica, completamente acorde con la historia, que inunda todo el metraje. Pero me esperaba algo más que un ejercicio estético puesto al servicio de un niño haciendo el gamberro y jugando como tal con siete monstruos. Salí de la sala preguntándome dónde estaban todas las sensaciones que tuve al ver el trailer, y si no había sido todo producto del Wake up de Arcade Fire que suena de fondo.
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